Monstruoso corazón ardiente by Álber Vázquez

Monstruoso corazón ardiente by Álber Vázquez

autor:Álber Vázquez [Vázquez, Álber]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2017-11-01T00:00:00+00:00


* * *

Esto te va a doler, Clara. ¿Mucho? No, tranquila. Será soportable. ¿Nunca has encendido una vela y has dejado que la cera caiga sobre la palma de tu mano? Seguro que, siendo niña, lo has hecho alguna vez. La cera caliente resbala sobre tu piel y provoca un leve dolor.

Diablos, eres una mujer y te depilas desde los catorce años. Algo sabes de esto.

Paula Lefebvre decidió que volvería a trabajar con planos cortos. El cuerpo de Clara Bachiller era la obra de arte y poco más necesitaba.

—Apóyate en la pared —indicó a la joven, que obedeció de inmediato—. Los hombros ligeramente inclinados hacia el frente.

Para que tus pechos caigan hacia delante por efecto de la gravedad. Unos pechos pequeños y firmes que, Clara se daba cuenta de ello, a Lefebvre ponían a cien. Sin que la artista lo pidiera, la joven se pellizcó suavemente los pezones para que estos se endurecieran.

Enrique Castresana observó el gesto y notó que la vida regresaba a su interior. El sexo con Alicia resultaba estupendo, alegre, sumamente placentero; sin embargo, las relaciones íntimas que había mantenido con Clara pertenecían a otra categoría. Simplemente, estaban tan lejos de lo ordinario que despertaban la parte más salvaje de su yo interior. Sea cual sea esta y esté donde esté.

—Acércate, Enrique, si eres tan amable… —pidió Lefebvre que, como era habitual en ella, dirigía la sesión con la cámara fotográfica en su mano izquierda.

Y, de nuevo, la alarma ululando en la parte trasera de la consciencia de Castresana. Es la que salta cuando hay que evacuar por completo la nave. Nos vamos a pique, así que pónganse los salvavidas, formen una cola y salten a los botes. Que no cunda el pánico. Las mujeres, los niños y los enfermos mentales primero.

—Lo que quiero que hagas —comenzó a explicar Paula Lefebvre al tiempo que sujetaba a Castresana por el antebrazo— es tocar a Clara.

—¿Tocarla?

—En el hombro. Nada más que eso.

Clara se mantuvo seria. Comenzaba a disfrutar con aquello. Acércate a mí, cariño. Te echaba mucho de menos.

La mano derecha de Castresana tocó el hombro izquierdo de Clara Bachiller.

—Presiona un poco —dijo Lefebvre. Castresana lo hizo—. Un poco más… Sí, así está bien.

La artista se llevó la cámara al rostro y lanzó un par de disparos.

—¿Puedes bajar un poco la mano? —preguntó Lefebvre—. Hacia el pecho, pero sin llegar hasta él. Solo el inicio. Abre los dedos… Perfecto.

Paula Lefebvre volvió a disparar. Después, bajó la cámara y, con gesto circunspecto, manipuló la pantallita trasera. Al parecer, comprobaba si los resultados de las primeras pruebas estaban siendo satisfactorios.

—¿Qué tal? —preguntó Clara. A pesar de que Lefebvre ya no hacía fotos, Castresana mantenía la mano en la parte alta de su pecho izquierdo.

—Bien —respondieron, casi al unísono, Lefebvre y Castresana. Ambos artistas habían interpretado que la pregunta estaba dirigida a ellos.

—Ja, ja —rio torpemente Castresana al comprender el malentendido. De pronto, recordó que llevaba una carterita de fósforos en el bolsillo y se tranquilizó.

—Bueno, parece que la luz es óptima —dijo Lefebvre con ese tono que usas para advertir que, muchachos, comienza la acción—.



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